Una cosa es cierta: los libros,
las películas y la vida nunca son la misma cosa. Los textos no se modifican,
las imágenes no cambian y las experiencias son las mismas en lo absoluto, pero
en nuestra percepción y memoria se transforman con cada nuevo dato, vivencia,
juicio (y prejuicio) que atesoramos.
Hace muchos años, debieron ser los noventa, vi The Serpent & The Rainbow (Wes
Craven, 1988), una película basada en un famoso (y sensacionalista) libro
escrito por Wade Davis, un antropólogo cuya ocupación consistía en ir a remotas
tierras alejadas de la civilización a despojar de conocimientos médicos ancestrales
a las sociedades que encuentran en la naturaleza la manera de sobrevivir y
curar enfermedades.
La película se sitúa en Haití, durante los motines que
expulsarán del país a Jean Claude Duvalier (Baby Doc) del poder dinástico que
se había consolidado desde los tiempos en que su padre, François, había gobernado
la isla. La misión del alter ego de Davis, llamado aquí Dennis Allan (Bill Pullman),
es conseguir la sustancia que los guardias presidenciales (los Tonton Macoutes,
que en realidad tendrían que ser los Leopardos; los primeros fueron
parcialmente exterminados por Baby Doc a la muerte de su padre) y diversos
chamanes practicantes del vudú utilizaban para crear zombis. En ese esfuerzo de
verosimilitud histórica la sustancia incluso tiene un nombre: la tetradotoxina,
misma que, apunta el epílogo del filme, “se sigue estudiando”.
A lo que voy con la reflexión del primer párrafo es que
recordaba una película anodina, palomera y desechable. Y lo es. Pero que, ahora
que la volví a ver, encontré algunas cuestiones que me pasaron por alto la
primera vez: primero, hay un esfuerzo de Craven por hacer que el Haití de las
revueltas sea verosímil, y lo consigue; el ambiente de los caseríos miserables
y el aspecto de sus habitantes no desentona con el que podíamos observar, por
ejemplo, en los reportajes sobre el terremoto de 2010. Hay además ese esfuerzo
por significar el papel que el vudú tiene dentro de la sociedad haitiana.
Aparece por ahí un cuadro casi documental en el cual se explica la relación más
que sincrética entre la deidad Erzulie, la diosa vudú del amor, y la virgen
María, inserta en un catolicismo retorcido hasta lo bizarro. Los momentos de
terror y sobresalto no han perdido efectividad. Hay una elaboración que resulta
bien lograda del mundo onírico que Allan experimenta a raíz de las sustancias
que consume. El personaje del mentor del antropólogo, un anciano académico que
no desdeña el poder de lo místico y sobrenatural, consigue sembrar en el
espectador la posibilidad de que eso que se plantea “sea cierto”.
Al final, los zombis resultan pintorescos, pero no las
causas de su origen. Venganzas políticas en las cuales se afirmaba que los
Tonton Macoutes aprisionaban las almas de los cautivos para poder usarlos a su
conveniencia; rumores acerca de la capacidad de varios sacerdotes vudú para
dominar la mente de aquellos que se consideraban más débiles mentalmente;
haitianos ilustrados que, a pesar de su educación, seguían creyendo y
practicando los rituales de sus abuelos.
Si algo hay que reprocharle a la cinta es el final por
completo hollywoodense. Un final que no le pide nada a los desenlaces de las
mejores películas de El Santo: patadas voladoras y efectos visuales chafitas
incluidos. Lo rescatable: la renovación receptiva de un entretenimiento que
muda en testimonio del imaginario creado alrededor de la figura de los muertos
vivientes.
2 comentarios:
http://gatagrana.blogspot.com.es/search/label/zombie-amor
ora.... pues yo me quede pensando en esto....
:-D Pinche zombi calentón.
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