Pequeño, me gustaría ver a quien sea... profeta, rey o dios...
persuadir a un millar de gatos de que hagan cualquier cosa al mismo tiempo.
Neil Gaiman, “Un sueño de un millar de gatos”, Sandman. País de sueños
La Manchas está en celo y le vale absolutamente todo. Una amiga decía que admiraba a las mujeres que podían pasar largos periodos sin sexo. Que sin embargo, ella era como una gata. Ahora entiendo a la perfección el sentido de tal aseveración. Durante cuatro días he tenido que dormir (medio dormir) entre el nada reconfortante maullido dolorido del placer innato insatisfecho. Y lo anterior multiplicado por dos. Ha llegado un pretendiente gatuno (oreja cortada, negro negrísimo, ojos que relumbran como dos brazas en la noche, violento [azota la puerta como ariete incansable], respondón y, sobre todo, necio) al cual La Manchas, como buena hembra flexible, le gustó para capricho. Y se la pasan maullándole a la luna, a la puerta cerrada (con dos candados/cerraduras) y a la Madre Naturaleza.
El Suadero, gato eunuco de intereses más bien atléticos, la ve como quien ve un bicho raro, da vueltas alrededor de ella mientras se restriega ferozmente contra las patas de la mesa, toma palco especial en el respaldo de un sillón para escuchar el llanto lastimero de los dos amantes imposibles.
Yo no hago más que dar vueltas en la cama y pensar si sería una buena opción dejar la puerta abierta. No le temo a los gatos negros invasores, o a las gatas prófugas del amor; más bien le temo a los ladrones humanos nocturnos que no desaprovecharían nunca la tentación de una puerta abierta.
Para paliar mi desesperación nocturna leo cuentos sobre gatos. Releí el maravilloso cómic de Gaiman, de la serie The Sandman, “Un sueño de un millar de gatos” en donde se plantea la posibilidad de que este mundo en la antigüedad estaba dominado por los gatos hasta que un grupo de hombres decidió soñar lo contrario, y por eso hoy vivimos en el sueño de que dominamos a los gatos (y no los dejamos salir a ponerle sabroso con el intruso negro que ahora ha dejado de azotar la puerta y se dedica a rasguñarla con desesperante irregularidad); “El gato” de García Ponce que narra la semejanza y relación que existe entre los sentimientos expresados por una pareja en un departamento y la aparición y desaparición de un gato en sintonía con el ambiente emocional que el cuento pretende reflejar (no me gusta, se me hace terriblemente pretencioso y no entiendo cómo es que han premiado a García Ponce con el Premio Juan Rulfo si tiene una prosa con tal capacidad de creación huevística); “El gato negro” de Edgar Allan Poe sigue siendo uno de los clásicos de la literatura de terror, de esa literatura que genera emociones que no están relacionadas con la reflexión sino con la sensación (recuerdo al gato negro allá fuera y por un momento estoy tentado a dejarlo entrar. Sigue maullando).
Para seguir en el mismo mood recupero “Lo que trajo el gato” de Patricia Highsmith, la madre literaria de Thomas Ripley, en donde durante una reunión alcohólica de esas en las que uno se imagina a los ingleses, un gato llega hasta la sala arrastrando un dedo humano que ha desenterrado del jardín, tal situación sirve como un preámbulo para plantear diversas cuestiones filosóficas acerca del asesinato y los motivos del crimen; le doy una ojeada a Sonámbulos de Stephen King en el cual los gatos son el puente temático para plantear la historia de dos personajes, madre e hijo, que basan su relación incestuosa en sus antecedentes felinos, recuerdo que es de noche, me da miedo y cierro el volumen (imagino al gato negro afuera de mi puerta tomando forma humana y tocando el timbre). Finalmente, y con los párpados ya en plena rebeldía, releo “El gato loco” de Jaime Sabines, me detengo en la parte que dice: “luego sale al patio y se pasa toda la noche, pero toda la noche, dando vueltas y vueltas, maullando quedamente, lastimeramente, a un ritmo preciso, como buscando algo, alguien, tenazmente”. (“Bucando a la Manchas, digo para mis adentros).
Miro el reloj. Es tardísimo (o tempranísimo) depende de las costumbres de cada quien. Suadero me entrega la consigna del turno, el intruso se ha marchado. Acto seguido lanza su enorme cuerpo (nada parecido al cachorro inquieto que llegó hace algunos meses) sobre la silla de la computadora y se dispone a dormir. Ya no hay ruido. Me voy a la cama. Debajo del cobertor puedo adivinar qué es el bulto que se ve cerca de la almohada. La Manchas ha cerrado los ojos. Se mueve cuando me acuesto junto a ella. Se lame las garritas y se las pasa sobre los ojos. Comienza a ronronear. Me duermo.