Una de las ideas relacionadas de manera más frecuente a la noción de felicidad es la del éxito. Tienen su propia sección en las librerías. Se venden, al por mayor, manuales para conseguirlo de manera infalible por gurúes que aseguran tener los “secretos de”. Eso implica pensar en una realidad en donde la idea de éxito de estos posmodernos líderes de opinión y autoasumidos modelos ejemplares es, precisamente, enseñar a los demás a tener éxito. ¿En qué? En conseguir que otros paguen para aprender a ser exitosos.
La notoriedad asociada a la idea del éxito, desde las nociones más superficiales, viene unido a la idea del reconocimiento y del respeto. Y a la búsqueda de construcción de un imaginario en donde la existencia del exitoso se fundamenta en lo extrovertido, lo excéntrico, lo exclusivo, lo externo, lo ex[...]. Al parecer la originalidad es una de las condiciones para conseguir ese anhelado estado de gracia, y sin embargo, los métodos son sospechosamente similares en muchos casos. El éxito es cumplir con los dictados de la sociedad capitalista moderna: acumular capital, ser re-conocido, cumplir con las aspiraciones de edificación de una vida estandarizada por las reglas aristocráticas del deber ser, tener una voz que se escuche en medio del barullo contemporáneo. Decía Roberto Bolaño que una de las búsquedas constantes de los escritores latinoamericanos era la del respeto: “Hablamos de respeto como mafiosos cinematográficos”. El respeto es visibilidad y posibilidades de interferir en el camino al éxito de los demás.
Ante esa mitología de lo exitoso (donde las paradojas aparecen encarnadas en personajes tristemente suicidas, adictos o asfixiados por el vacío vital) la imagen del perdedor consciente se erige como la de un antihéroe de nuestros tiempos. En la década de los noventa del siglo pasado el loser (esa L enorme puesta sobre la frente para calificar y humillar al otro) se convirtió en una suerte de destino asumido y adaptado a la propia identidad. Una orgullosa identidad. Ser uno como los otros. En tiempos en donde la imagen yuppie era la encarnación del éxito neoliberal, su contraparte, el loser reflejaba una dignidad que muchas veces, por contraste, ridiculizaba el sentimiento de orgullo de esos nuevos ricos que construyeron su fortuna a la luz de la especulación y el capitalismo salvaje.
Una de las películas en donde esta situación se refleja de manera ingenua pero sintomática es Reality Bites (Ben Stiller, 1994), en donde el personaje interpretado por el propio director: un yuppie desconectado del mundo, medio ingenuo, sin calle, contrastaba con el personaje interpretado por Ethan Hawke: nihilista, bohemio, poeta, músico eventual, depresivo, grunge, que se negaba consistentemente a rendirse a las exigencias del mundo que el consumismo exacerbado y la generación “mágica” de riqueza imponía al mundo (al menos de manera temporal, como las recurrentes crisis económicas posteriores lo demostraron).
Esta imagen del loser, presente también está, por ejemplo, en la cinta The Longest Yard (Peter Segal, 2005) en donde el mariscal de campo de futbol americano interpretado por Adam Sandler consigue la redención al encabezar un equipo de perdedores diversos cuya misión es pasar por encima de los carceleros de la prisión en la que se encuentran recluidos. El espectador tiene sus simpatías con esa pandilla de underdogs porque desea que aquellos que se ostentan como quienes están “del lado correcto” de la vida, prueben un poquito de fracaso a sus manos. Simpatías similares nos despierta el narrador de Fight Club (David Fincher, 1999) encarnado en la pantalla por Edward Norton, porque en su alter ego de Tyler Durden consigue lo que muchos losers desean secreta o abiertamente: derrocar al sistema y destruirlo por completo mientras suena “Where is my Mind” de Pixies.
¿Qué es lo que representa la diferencia entre el exitoso y el perdedor, desde la perspectiva descrita en estas líneas? La ética. La adopción de un código en donde los valores positivos del humanismo (dignidad, honestidad, empatía, revolución) se imponen sobre la hipocresía y la falta de escrúpulos de aquellos que consiguieron el éxito de maneras cuestionables. Dice Donald Trump, como personaje en la cinta The Apprentice (Ali Abbasi, 2024): “Sólo hay dos tipos de personas: ganadores y perdedores”, y su maestro le da las claves para no ser de los segundos: “Primera regla: ataca, ataca, ataca; segunda regla: no admitas nada, niégalo todo; tercera regla: sin importar lo que pase, reclama la victoria y nunca admitas la derrota. Tienes que estar dispuesto a hacer lo que sea contra quien sea para ganar”.
¿De verdad se desea tanto el éxito que estamos dispuestos a pasar por encima de quienes se nos pongan enfrente? La dinámica del éxito muchas veces se emparenta con la violencia, la destrucción, el aniquilamiento. Pero, sobre todo, con el otorgamiento de concesiones a un sistema que tiene muy claro qué es lo que pide: sumisión total a sus designios y anulación del pensamiento crítico con respecto de sus métodos. Desde esos añorados noventas, Beck canta: “You can’t write if you can’t relate/ Trade the cash for the beef for the body for the hate/ And my time is a piece of wax falling on a termite/ That’s choking on the splinters/ Soy un perdedor/ I’m a loser, baby, so why don’t you kill me?”.
Lo que he leído:
Leí un libro revelador que me permitió dotar de sentido a lo expuesto en más de uno de los textos que contiene. Trata sobre la manera en cómo los escritores nos relacionamos con los concursos literarios. La mayoría de los libros que he tenido la fortuna de que sean publicados, lo han sido porque, precisamente, se han hecho acreedores a algún premio. Sólo mi solitaria novela siguió un camino distinto. De ahí en fuera, toda mi obra narrativa terminó publicada gracias a que un jurado reconoció diversos méritos en esos libros. Al leer Cómo perder un concurso literario (contado por los que lo han ganado) (Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2025) me he sentido más que acompañado en ese camino que implica preparar manuscritos, armar juegos de fotocopias, empeñar el alma en los servicios de paquetería y esperar a ver qué ocurre.
La mayoría de los textos abordan la cuestión de los concursos como parte de los rituales de paso seguidos por los y las aspirantes a profesionales de la escritura. Sobre todo aquellos que no contaron con el capital cultural o familiar para llegar directo a las prensas de las editoriales transnacionales sin pagar la cuota de la plica con seudónimo. Los textos son muy entretenidos y serán del gusto, sobre todo, de quienes se dedican a la escritura. No es una coincidencia que aparezca como un material de lectura para estudiantes de creación literaria.
Hay ensayos sobresalientes, como los de Karla Montalvo: “En nuestra sociedad perder tiene vínculos subterráneos con la debilidad, con el error, con la culpa y la vergüenza. Perdiste porque eres débil, porque hay algo mal en ti. Y es que se confunde equivocarse con perder. Como si siempre estuviéramos en una competencia, o peor aún, en una guerra y acertar fuera cuestión de vida o muerte. Se ignora que para lograrlo las más de las veces se necesita de constantes y continuos errores. Pero en una sociedad que enfatiza el resultado, el camino ni siquiera se considera”; Elma Correa: “Ganar un concurso literario es la cosa más aleatoria del mundo. Depende de muchos factores que se escapan de las manos del autor –en este caso, autora– que, aun con un mínimo de brillo en la mirada, extiende su manuscrito a los jueces con la esperanza de obtener un poco, algo, lo que sea de reconocimiento. Por reconocimiento me refiero al dinero”; Antolina Ortiz Moore: “Pero en cuanto ganas reconocimiento, suceden varias cosas: la primera es que tu ego se infla. Todos sabemos que la soberbia de autor es insoportable. La segunda cosa es que corres el riesgo de que una editorial quiera convertirte en su estrella. Vendes mucho, pero pierdes el silencio y el recogimiento que necesitas para ser creativo. En pocas palabras, al ganar fama dejas de ser escritor. Un galardón puede hacer que dejes de escribir”; Adriana González Mateos: “Si a pesar de todo la gente sigue participando en concursos es porque son fuentes de dinero y capital cultural, que en forma de curriculum vitae sirve para otras competencias: becas, financiamientos, estancias y residencias artísticas, empleos. Les artistas profesionales practican una versión sofisticada del malabarismo, solicitando cuanto posible apoyo esté a su alcance. Antes o después enseñan yoga, venden arte o tortas o seguros o departamentos, ponen un café, cultivan amistades que les ofrecen una agregaduría cultural, trabajan en una triple o cuádruple jornada”; Ana Fuente: “Escribo para trascender. Aspiro a que mi nombre sea enunciado cuando ya no esté, ni estén ellos, ni mis nietos, si los hubiera. Busco revivir en la boca de quien sea cuando ya no puedan nombrarme en los árboles genealógicos y yo sólo sobreviva en la forma de mis libros deshojados entre los estantes de las bibliotecas”.
En fin, que es un libro que se ha llenado de subrayados y de ese gesto que hacemos cuando algo nos hace sentido: awebo, pues sí, así es. Se los recomiendo mucho. Está a la venta en las librerías y puntos de venta de la editorial de la UACM o, si quiere, lo pueden descargar en versión digital (pdf) si dan clic aquí.
Lo que he visto
Les cuento que vi la última entrega de la saga de Mission Impossible: The Final Reckoning (Christopher McQuarrie, 2025), en espera de algo parecido a lo que nos entregó, por ejemplo, el cierre de la saga de James Bond con Daniel Craig en el personaje, pero nada que ver. La cinta es una secuela interminable, pesada, de acrobacias de acción y de Tom Cruise corriendo. Escena corta de diálogo; Cruise corriendo; enfrentamiento a golpes; Cruise corriendo; explosión espectacular; Cruise corriendo; en fin… La premisa era interesante: una inteligencia artificial alimentada de manera constante por los informes de inteligencia de las agencias alrededor del mundo toma conciencia y decide exterminar a la humanidad al crear una realidad alternativa como consecuencia de su manipulación de los medios digitales. Pero resulta que la IA no es tan inteligente y termina derrotada de una manera bobísima y que ya habíamos visto antes en Lucy (Luc Besson, 2014). En fin, si todavía disfrutan de ver a Tom Cruise corriendo, es su peli; si no, no desperdicien su tiempo.
Nos leemos la siguiente semana.



