Cuando era niño, mientras bajo el filo del machete caían las hierbas, o se amontonaban las cañas secas de la milpa para su descomposición y posterior reintegración a la tierra, no era un hijo de campesino, no, era un pirata. Mi machete era un sable y la zona de roza el ejército de piratas enemigos. El sol pegaba duro, como en el mar, me imaginaba, y lo salado del sudor causado por el trabajo me parecían salpicaduras de olas.
El causante de todo eso era Emilio Salgari. Cuando entré a la secundaria, un amigo a quien no le gustaba leer, pero que por algún extraño misterio poseía información de múltiples cosas, me enseñó la biblioteca pública. Y ahí me encontré con la colección “Sepan cuántos” de la editorial Porrúa. Entre varios de los títulos que había, estaban los relatos de Salgari. Y me sumergí en sus páginas, que es decir en sus territorios inhóspitos y en sus personajes completamente románticos y heroicos.
Sandokan, el Corsario Negro, Yolanda, el Corsario Rojo, Cabeza de Piedra, el Capitán Tormenta y demás protagonistas de sagas salidas de su imaginación habitaron en mi mente durante mucho tiempo. Salgari escribía sobre países lejanos (México, el Caribe, Rusia, Malasia, África) aunque según sus biógrafos su experiencia viajera fue más bien mínima, por no decir inexistente. Pero su imaginación fue prodigiosa y me alcanzó entre esos campos de la sierra poblana. Era un animal de ficciones, escribió casi un centenar de novelas y numerosos relatos cortos.
Leí en el más reciente libro de Rosa Montero la manera en cómo murió. El suicidio apurado por las deudas económicas y por la enfermedad mental de su esposa lo llevó a cometer el sepukku (harakiri) mientras pedía a sus editores, que lo habían explotado y vendido miles de sus libros, que se hicieran cargo de sus gastos funerarios. Su padre también se había suicidado. Y después de él lo hicieron dos de sus hijos. Una saga familiar marcada por esa muerte tremenda.
En algún momento de mi vida quise ser Salgari. El Salgari que me había construido en mi mente: viajero por todos los rincones del mundo y narrador de las aventuras que acontecían ahí. Pero igual que él, por ejemplo, conocí el mar hasta mi juventud y años después la alergia me impediría gozar de la humedad y el sol de las playas.
Es uno de los escritores que recuerdo con mayor cariño. Mi sable, ahora hecho de plumas rojas de corrección de texto, sigue derrotando villanos e inclementes buitres de mar.
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