(Publicado orginalmente en vozed.org).
En días pasados Ira Franco, asidua colaboradora de esta revista, publicó en una de sus redes sociales un graffiti que encontró en las afueras de una escuela por la zona donde vive. La pinta rezaba «De nada sirve dar educación a los pobres, si les das una pobre educación». En esa frase garabateada en una estructura metálica adosada a la pared se resume mucho de lo que en este país, México, se concibe como educación. La retórica oficial nos ha vendido como un triunfo el hecho de que las diversas «revoluciones» han conseguido garantizar el derecho a la educación de sus ciudadanos. Tanto la Revolución Mexicana, parangón histórico que comienza a caducar en sus efectos al haberse traicionado sus principios, como las recurrentes arengas desde la tribuna de los órganos legislativos en nuestros días, se convierten en los referentes para recordarle al pueblo que tiene educación pública, gratuita y obligatoria (aunque en el caso del bachillerato, con una tasa de deserción y una crisis de acceso a la alta, se impongan «periodos de transición realistas»: será hasta 2022, si todavía tenemos país para entonces). La pregunta que surge de todo esto, al observar los resultados en las pruebas internacionales y, para acotar las críticas de los conspiracionistas antineoliberales, en la vida cotidiana es: ¿de verdad en México se garantiza el acceso a la educación o sólo la posibilidad de la matrícula? Hay lugar para todos, pero de esos la mayoría egresa del nivel que lo haga con serias deficiencias con respecto de las ambiciosas proyecciones de los programas de estudio. Cabe un ridículo consuelo: si bien todos salen sin saber las mismas cosas, también todos salen ignorando lo mismo. Democracia educativa a la mexicana.
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En México se educa desde y para la mediocridad. La idea de competencia y de individuo sobresaliente choca ideológicamente con la doctrina de la igualdad que se nos ha vendido tanto desde la historia oficial como desde las posibilidades de generación de innovaciones técnicas, empresariales o académicas. El estudiante que sobresale en los estudios, gracias o a pesar de sus maestros, es un paria. Está condenado a una soledad impuesta por su «rareza» al plantearse nuevas miradas sobre el mundo y al expandir los límites de éste. El resto de sus compañeros lo despreciará de manera, incluso, inconsciente: representa la traición a la normalidad mediocre que la masa ha establecido. Y comenzará entonces el abuso y el acoso escolar en muchos lastimosos casos. De la misma forma, el protagonismo económico a través del establecimiento de una empresa que se funde en el trabajo arduo, en el conocimiento profundo de las leyes que rigen cierta área de oportunidad o la explotación de las aptitudes adquiridas a través del desarrollo de habilidades que funcionan en el mundo real es descalificado de antemano: quien haga valer su posibilidad de sobresalir a partir de estos caminos no podrá recibir más apelativo que el de «puerco burgués» sin distinción de la manera en cómo haya construido su fortuna. Es también un traidor: ha ocupado un lugar en el sitio reservado para aquellos que «explotan a las clases oprimidas», aunque muchas veces éstos sean realmente quienes producen esa riqueza que los demás exigen se tenga que repartir.
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Que no se malentienda lo que estoy planteando aquí. No invoco una inmunidad para la clase económica alta ni por asomo. De hecho, en este país, el estrato económico más alto está ocupado también por mediocres. Y el ejemplo más efectivo es la clase política, que aquí es sinónimo casi de cúpula económica. A diferencia de lo que la mayoría de los antisistema esgrime, casi todos los políticos en México sí representan a los electores que los pusieron ahí. Y no digo ciudadanos a propósito. Acá tendríamos que retornar a una idea planteada por Octavio Paz (ese ninguneado ensayista) en El laberinto de la soledad: México se divide entre los chingados y los chingones. No entre los más capaces y los menos, sino entre los más abusivos y los más abusados (chéquese la ironía del uso coloquial de esta última etiqueta). El político es un chingón que consiguió que una bola de chingados (véase también la acepción «jodidos») lo eligieran como su representante porque los convenció de que «era igual a ellos». Ningún político profesional elegirá, en campaña, pretender demostrarle a sus electores sus capacidades intelectuales o profesionales superiores para ser electo, sería su perdición; en lugar de eso, les mostrará que puede ser tan mediocre como el más mediocre que decida elegirlo. El resultado de esto es que el ejercicio de una política de mediocres será mediocre: mediada por el miedo, alerta a la posibilidad del asalto al presupuesto público, confiada en que la mediocridad de los electores nunca les permita ser ciudadanos. Sorprende saber que tu presidente no ha leído más de tres libros en toda su política vida. Esto sólo ocurre en lo consciente. En los recovecos más ocultos de la mente, sin embargo, resulta un alivio saber que quien ocupa ese alto cargo es uno como cualquiera del promedio. Un mediocre.
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De hecho, en este país, el estrato económico más alto está ocupado también por mediocres. Y el ejemplo más efectivo es la clase política, que aquí es sinónimo casi de cúpula económica. A diferencia de lo que la mayoría de los antisistema esgrime, casi todos los políticos en México sí representan a los electores que los pusieron ahí.
Los niños, en las más tempranas edades escolares, tienen un destino trazado para su futuro profesional: quieren ser maestros. La primera figura a la que admiran es su profesor de clase. Porque le enseña muchas cosas y no ven manera de que puedan cuestionarle algo (acerca de esto les recomiendo leer la columna de Xavier Velasco del pasado sábado 28 de febrero). Aunque a los padres no les parezca así, aunque a la realidad global tampoco le convenza ese ingenuo diagnóstico de los seis años. Conforme los muchachos crecen van mudando sus intereses profesionales. Algunos conservan la aspiración de ser profesores por tres razones fundamentales: primero, porque tienen vocación para ello (los menos, desgraciadamente); segundo, porque es la única alternativa real de desarrollo profesional desde su circunstancia (y ahí se inscribe la realidad de varias Normales Rurales, por ejemplo); tercero, porque están convencidos, merced a su experiencia con el sistema educativo, que ser maestro es una de las cosas más fáciles, requiere poco tiempo de preparación y el trabajo está asegurado (ocurre sobre todo en las aspiraciones por incorporarse al sistema público de educación básica). Y ese tercer grupo conforma el grueso del cuerpo docente de un país que se encuentra en los peores lugares de aprovechamiento educativo del mundo. Los sindicatos tradicionales (que son los que deciden en mucho las políticas educativas) no hacen fácil que la garantía de educación se concrete; luchan por la estabilidad laboral, luchan por la garantía del inmovilismo, luchan por ser factores políticos de presión. No luchan por el derecho a la educación y la garantía de la misma. No lo pueden hacer desde la figura del profesor militante que gasta más tiempo en la dinámica de las marchas, los mítines, los plantones, los paros; que en tiempo concreto de actividades docentes (planeación, diseño, actualización) y de enseñanza (tiempo frente a grupo). La respuesta a estos cuestionamientos es un acto reflejo aprendido a fuerza de repetición: la culpa es del gobierno. Y sí. La dinámica de un gobierno mediocre ha sido generar clientelismo y simulación democrática. Lo primero lo hace con aquellos sindicatos que decide cooptar y con quienes lo consigue; lo segundo lo hace a partir de la técnica del «estira y afloja», del «estoy atento a las justas demandas» y de otorgar beneficios mínimos que siempre estuvo en sus manos otorgar, pero que aparecen como generosas dádivas. Y, mientras, millones de niños se entretienen ante una televisión abierta cuyos contenidos son, sí, adivinó, mediocres.
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Digamos que en este país no hay ciudadanos. Pero sí hay padres. Y los padres quieren lo mejor para sus hijos, ¿no? Pero resulta que muchos padres navegan por el mundo con la convicción de que no importa que sus hijos sean unos mediocres con tal de no tener que ayudarlos en los deberes escolares, o con tal de que no cuestionen su propia mediocridad. Y así, los padres que están satisfechos con «hijos de ochos» se convierten en pasmosa mayoría. «No le pido que me saque puros dieces, pero tampoco que me repruebe», es la medida que el padre mediocre ha establecido. Y eso lo toleran en un sistema educativo, el mexicano, en donde sus profesores tienen prohibido (por normativas tácitas o por arraigo de usos y costumbres) reprobar [suspender] a los estudiantes. Y la escala es terrible: 6 si estás inscrito; 7 si eres un mueble más que no da problemas; 8 si haces la mitad de lo que el maestro piensa que deberías hacer; 9 si haces casi todo y tienes padres que arman un escándalo no por la calidad de la educación que recibes sino porque un ocho «se ve horrible y no te lo mereces»; 10 si cumples con todo lo que el profesor (no el programa: el profesor), considera que es necesario. En atención a esta escala llegamos a la conclusión de que vivimos en un país de ocho: nunca hacemos todo lo que deberíamos hacer, pero siempre estamos convencidos que es más que suficiente.
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La solución última a la mediocridad que priva en el sistema educativo (y no sólo público, acoto) parece que es la de dar poder a los estudiantes. Que ellos, los principales afectados, decidan qué es lo que deben hacer para mejorar su situación. Y tal camino genera dos derivas: la primera consiste en repetir de manera casi idéntica los mismos métodos de protesta y presión que se han venido repitiendo a lo largo del último siglo (cierre de escuelas, plantones, tomas de instalaciones); métodos de los cuales se ha comprobado su ineficacia a merced de repetir la misma dinámica que con las protestas docentes: las autoridades aludidas terminan otorgando lo que desde el principio de cualquier conflicto estaba en condiciones de otorgar. La segunda deriva se mueve hacia el establecimiento de los consejos escolares y el papel que los estudiantes tienen en éstos. Resulta que esto es también ineficaz. Dos anécdotas al respecto: en el sistema donde trabajo se ha planteado la proximidad de un conflicto laboral que afectará la vida real y económica de los profesores, uno de los dirigentes sindicales ha hecho una carta dirigida a una organización estudiantil pidiéndoles solidaridad con sus profes a fin de que se unan a las manifestaciones y actividades dirigidas a presionar al gobierno local; en la carta se aludía a que el sindicato apoyaría la participación y las demandas de los estudiantes para tener mejores escuelas y educación. No tardó mucho en aparecer un comentario en el medio donde se publicó la carta aludiendo que se debía tener cuidado con lo que se ofrecía a los estudiantes, porque eso podría repercutir en cosas que no convinieran a los profes. Como pedirles que den todas sus clases o las asesorías a que estén obligados. Y no es el único sitio, es un mal endémico. Segunda anécdota: en una universidad donde los estudiantes forman parte del consejo escolar hay una crisis actual debido a los acuerdos que firmaron los estudiantes con profesores que no forman parte del consejo actual. El acuerdo mencionaba la obligatoriedad de la universidad de garantizar a los estudiantes que los profesores den todas las clases que deberían dar, así como las asesorías que tienen comprometidas en sus respectivos contratos. La mayoría de profesores representados en el consejo académico considera que ese acuerdo viola sus derechos laborales (el sagrado derecho a no hacer nada, a ser profesores de ocho) y que, por lo tanto, debe ser derogado. Y los profesores conforman la mayoría dentro de tal consejo. El acuerdo será derogado.
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¿Hasta dónde resistirá un país que se rige por la dinámica, con consenso social, de la mediocridad? ¿Basta el triunfo de unos cuantos fuera del país (porque nótese que sobresalir está bien visto siempre y cuando se haga más allá de nuestras fronteras) para asumir con cínica convicción que no somos un país de mediocres? ¿Por qué el estigma hacia aquellos que deciden no formar parte de la mediocridad como forma de pensarse en el mundo? ¿Existe alguna solución a todo este embrollo? Más aún, ¿estaremos dispuestos a asumir las consecuencias de una eventual solución? Por fortuna, o por desgracia, nos tocará atestiguar las respuestas a estas preguntas.~
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