Muchos de los recuerdos de mi vida están asociados con las bibliotecas. El primer deslumbramiento lo representó entrar a la biblioteca pública del pueblo en el cual vivía. Era una biblioteca pequeña, acorde a las costumbres lectoras de la comunidad. Ahora, el hecho de que se encontrara casi oculta, rodeada de las oficinas burocráticas de una telesecundaria, no ayudaba mucho que digamos a la creación de lectores. De hecho, no recuerdo, en todo el tiempo que pasé en ese lugar, que no fue poco, haber atestiguado la costumbre de sentarse a leer algo, cualquier cosa, en esa biblioteca. Un regalo extra fue conocer el hecho de que podía llevarme esos libros a mi casa. La idea del préstamo a domicilio es una de las ideas más geniales que se le han ocurrido a la raza humana desde el principio de los tiempos. Así fue como mi credencial se fue llenando de sellitos de "devuelto" y de fechas que casi nunca implicaron un resello. Devoraba libros con el temor de que en algún momento aquel privilegio terminara. Recuerdo que la biblioteca, a pesar de su tamaño, tenía una selección de libros que sí animaban a la lectura. Había una selección soberbia de cómics, por ejemplo. En esa biblioteca fue que leí a Mafalda, a Los Agachados, a Ásterix, el galo, las maravillosas aventuras científicas de Proteo Fuerza 10 y mi primer acercamiento al Quijote vía una versión en historieta que mezclaba la fotografía de los lugares que Cervantes describía en su obra, con dibujos que ilustraban las aventuras del ingenioso hidalgo.
Había también, recuerdo, una colección casi completa de la "Sepan cuántos..." de Porrúa. Ahí leí la mayoría de las lecturas que alimentaron mis gustos posteriores: toda la obra de Emilio Salgari, que generaba ensoñaciones tremendas cuando andaba en el campo con mi padre, ya que muchos de los escenarios que el autor italiano describía se asemejaban a los inmensos follajes y a la semioscuridad de los huertos de café, por ejemplo; Julio Verne, mi preferido siempre fue Viaje al centro de la Tierra, aunque La vuelta al mundo en 80 días le seguía muy de cerca; las aventuras de Sherlock Holmes, uno de los volúmenes que mereció relecturas continuas, selectivas y diversas a lo largo de los años siguientes; buena parte de la obra de Alejandro Dumas, recuerdo con especial cariño la trilogía de Los tres mosqueteros (las secuelas Veinte años después y El vizconde de Bragelonne); Los miserables de Víctor Hugo, que no dejaba de parecerme algo muy cercano; Tom Sawyer y Huckleberry Finn; las obras de Charles Dickens, de las cuales David Copperfield fue un tremendo fiasco (yo pensaba, en la ingenuidad de mis once años, que abordaba la historia de un mago famoso por aquel entonces y no, no fue así)...
También había álbumes ilustrados, atlas de los monumentos más importantes del mundo, una enciclopedia maravillosa del mundo animal. Todos esos materiales pasaron por mis manos. Los leí en mi casa. Causaron que mi madre, incluso, decidiera un día quitar la bombilla que alumbraba mi cuarto porque a veces era capaz de no dormir y, al día siguiente, en consecuencia, era tarea titánica intentar levantarme a tiempo para ir a la escuela. Una escuela en la que, tristemente, muchos de los profesores con los que tomaba clase ni siquiera habían escuchado el nombre de los escritores cuyas obras yo ya había leído. Esa es otra historia sobre la que algún día regresaré: la convicción de que mi ingreso en el mundo de las lecturas literarias no estuvo mediado por ningún profesor; de ahí que se concluya si eso fue bueno o malo, es material para especulaciones.
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