Los optimistas
Saben que será un año mejor que el anterior. Por lo tanto han comprado medio centro comercial y han saturado sus tarjetas de crédito al punto de que su deuda podrá ser liquidada en pagos cómodos durante los próximos quince años. A menos, claro, que el optimismo del próximo año sea similar o mayor que el de éste. En su casa las luces del árbol de Navidad destellan hasta mediados de febrero.
Los pesimistas
Temen que este año sea peor que el anterior. Previenen con singular lucidez todas las desgracias posibles. Procuran tener un ahorro mínimo que les permita sobrevivir hasta tres meses viviendo en el desempleo. Compran un seguro de vida que beneficia a sus hijos y esposas, no vaya a ser la de malas. Acuden al médico en espera del fatal diagnóstico. La mayor parte es atendida por un médico optimista. Salen contrariados del consultorio.
Los renacidos
Se levantan temprano desde el primer día del año. Acuden al gimnasio o corren como renos desbocados en los diversos parques de la ciudad. No saben por qué, pero están convencidos de que se les ha obsequiado una nueva oportunidad. Compran ropas de colores fosforescentes. Dicen “hermano, te quiero” a la menor provocación. Andan con la vista fija en las nubes, creen ver señales de su transformación en casi cualquier cosa. Al pasar frente a un templo detienen su paso altivo, con convicción entran a rezar un rosario completo.
Los desamparados
Se resisten a abandonar las sábanas y los edredones. Saben que el año nuevo ha comenzado, que todos en la ciudad lo anuncian con trompetas luminosas. Sin embargo, lo más lejos que llegan es al espejo del baño, en donde el reflejo no hace sino confirmarles la soledad a la que están confinados. Se suenan las narices ruidosamente y regresan a la cama. Al pasar los días los reclaman del trabajo, de la escuela, de la vida. Entonces se levantan, buscan una camiseta que no los haga ver tan miserables y salen a la calle a contagiar su desgracia. Generalmente son los que estrenan barbas en claroscuro.
Los distraídos
Miran con extrañeza el retorno del ruido y la actividad a las calles y las fábricas. Entornan los ojos como buscando en el fondo de sus pensamientos la respuesta luminosa a semejante fenómeno de sincronización. Tardan segundos prolongados en comprender la razón por la que el calendario no tiene más hojas por arrancar. Comienzan a experimentar ataques de pánico cuando el resto del mundo les desea lo mejor, los abraza y les muestra amplias sonrisas. Se encogen de hombros y continúan su camino. Sólo encuentran agrado en los suéteres nuevos de los choferes de los colectivos.
Los esperanzados
Este año es su año. El amor de su vida saldrá de ese vagón de metro que se ha detenido justo frente a sus narices, o caerá de ese andamio del edificio en construcción, o aparecerá con la bandeja del desayuno humeante el primer sábado del mes. Saben que la riqueza cabalga hacia sus terrenos con presurosa diligencia: preparan los gestos de nuevos afortunados, planean la nueva decoración de la sala, investigan los precios de los coches último modelo. Son los que, al finalizar el año, miran con una rabia contenida e inexplicable, para los demás, las explosiones multicolores de los fuegos artificiales.
Lo ideal es ser un poquito de cada uno.
Saben que será un año mejor que el anterior. Por lo tanto han comprado medio centro comercial y han saturado sus tarjetas de crédito al punto de que su deuda podrá ser liquidada en pagos cómodos durante los próximos quince años. A menos, claro, que el optimismo del próximo año sea similar o mayor que el de éste. En su casa las luces del árbol de Navidad destellan hasta mediados de febrero.
Los pesimistas
Temen que este año sea peor que el anterior. Previenen con singular lucidez todas las desgracias posibles. Procuran tener un ahorro mínimo que les permita sobrevivir hasta tres meses viviendo en el desempleo. Compran un seguro de vida que beneficia a sus hijos y esposas, no vaya a ser la de malas. Acuden al médico en espera del fatal diagnóstico. La mayor parte es atendida por un médico optimista. Salen contrariados del consultorio.
Los renacidos
Se levantan temprano desde el primer día del año. Acuden al gimnasio o corren como renos desbocados en los diversos parques de la ciudad. No saben por qué, pero están convencidos de que se les ha obsequiado una nueva oportunidad. Compran ropas de colores fosforescentes. Dicen “hermano, te quiero” a la menor provocación. Andan con la vista fija en las nubes, creen ver señales de su transformación en casi cualquier cosa. Al pasar frente a un templo detienen su paso altivo, con convicción entran a rezar un rosario completo.
Los desamparados
Se resisten a abandonar las sábanas y los edredones. Saben que el año nuevo ha comenzado, que todos en la ciudad lo anuncian con trompetas luminosas. Sin embargo, lo más lejos que llegan es al espejo del baño, en donde el reflejo no hace sino confirmarles la soledad a la que están confinados. Se suenan las narices ruidosamente y regresan a la cama. Al pasar los días los reclaman del trabajo, de la escuela, de la vida. Entonces se levantan, buscan una camiseta que no los haga ver tan miserables y salen a la calle a contagiar su desgracia. Generalmente son los que estrenan barbas en claroscuro.
Los distraídos
Miran con extrañeza el retorno del ruido y la actividad a las calles y las fábricas. Entornan los ojos como buscando en el fondo de sus pensamientos la respuesta luminosa a semejante fenómeno de sincronización. Tardan segundos prolongados en comprender la razón por la que el calendario no tiene más hojas por arrancar. Comienzan a experimentar ataques de pánico cuando el resto del mundo les desea lo mejor, los abraza y les muestra amplias sonrisas. Se encogen de hombros y continúan su camino. Sólo encuentran agrado en los suéteres nuevos de los choferes de los colectivos.
Los esperanzados
Este año es su año. El amor de su vida saldrá de ese vagón de metro que se ha detenido justo frente a sus narices, o caerá de ese andamio del edificio en construcción, o aparecerá con la bandeja del desayuno humeante el primer sábado del mes. Saben que la riqueza cabalga hacia sus terrenos con presurosa diligencia: preparan los gestos de nuevos afortunados, planean la nueva decoración de la sala, investigan los precios de los coches último modelo. Son los que, al finalizar el año, miran con una rabia contenida e inexplicable, para los demás, las explosiones multicolores de los fuegos artificiales.
Lo ideal es ser un poquito de cada uno.
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