A Mario González Suárez me lo presentó David Ojeda en alguno de los desayunos de algún encuentro de Jóvenes Creadores en el 2007. El entonces asesor de novela me pareció un escritor discreto como el que más, sumamente callado y observador a hurtadillas de los especímenes que lo rodeaban. Yo había escuchado críticas muy buenas de su novela De la infancia, misma que algunos consideraban una de las mejores obras escritas por los miembros de su generación. No leí (ni he leído, debo confesarlo) tal obra.
Pero sí leí de corrido A wevo, padrino, una novela editada en 2008 sobre uno de los temas que en aquel entonces representaba una especie de moda-género-propuesta que hasta bautizo alcanzó (la narcoliteratura) y que hoy se ve rebasada en sus supuestos por la dolorosa realidad que atestiguamos a través de los medios de comunicación y de las pláticas de experiencias en primera persona, cada vez más frecuentes.
Sin más ambages diré que la novela me gustó. Por varias cosas. Una de ellas es el lenguaje utilizado por el autor para hacer que su narrador protagonista relate (intermediación del mentado "padrino") su historia; la voz se desnuda auténtica, salpicada de modismos y de referencias a todos los elementos que conforman el mundo del crimen y de su supuesto combate.
Porque la historia emociona, desde la primera página (y en algo influirá, supongo, que esta novela sea una especie de descripción detallada de las historias que en estos últimos años la prensa no se cansa de reseñar y la realidad de proveer). El relato transcurre vertiginoso, presentando a una serie de personajes que, más allá de fáciles estereotipos, se convierten en encarnaciones de los personajes asociados al mundo del crimen organizado: Jaime Cuéllar, el abogado que descubre desde muy temprana adolescencia que el crimen paga mejor que la "vida decente" y se convierte en uno de los capos más importantes del país; Cachito, desertor del ejército con un apetito y gusto por descabezar a sus víctimas; Quiñones, el sicario de vocación y ferocidad probada; Mataperros, un sicario enganchado a la droga y ésta una de sus principales prestaciones de su vida criminal; Mr. Murray, un gringo que sirve de conecte entre la mafia mexicana y su homóloga gringa, cuya fachada legal la justifica como obras de caridad; la Gáby, aventurera administradora que añade erotismo y ambición a su presentida inteligencia empresarial; Peñagómez, profesionista que, al ser despedido de su empleo y tener que mantener el nivel de vida de su familia, se ve orillado a trabajar como asesor científico de los narcotraficantes; et caetera.
Y entre todos éstos, sobresale la voz de ese narrador que nos cuenta la manera en cómo un don Nadie se ve arrastrado por la fatalidad (el destino, la vorágine) de una historia que no hubiera elegido de manera consciente. Un taxista que, tras un berrinche familiar, se encuentra con un habitante de su pasado que, sin desearlo, lo arrastra con él hacia una vida completamente alejada de sus preoupaciones mundanas e insignificantes. Un hombre que ama a su mujer, pero que no soporta a la familia de ésta y sólo está buscando que aquella "se arrepienta" por andarle haciendo "escenitas". Una voz que se oye consistente, fuerte, convencida. Sobre todo porque narra la historia que ya fue, aquello para lo que no hay remedio.
Y es precisamente en ese narrador en donde uno encuentra algunas de las cosas que se le pueden reprochar al relato. Uno, el que más descontento me dejó, refiere a una escena en la cual, tras una balacera prefabricada y el intento desesperado del protagonista por huir, atraviesan un sitio por donde su pequeña hija y su esposa atraviesan, dando lugar a una situación fatal, pero también un tanto inverosímil.
Queda, sin embargo, una buena sensación al atestiguar, así sea forzando las claves de la realidad, la manera en que muy probablemente se conciben los negocios, el crimen y la política.
Mario González Suárez, A wevo, padrino, México, Modadori, 2008.
Pero sí leí de corrido A wevo, padrino, una novela editada en 2008 sobre uno de los temas que en aquel entonces representaba una especie de moda-género-propuesta que hasta bautizo alcanzó (la narcoliteratura) y que hoy se ve rebasada en sus supuestos por la dolorosa realidad que atestiguamos a través de los medios de comunicación y de las pláticas de experiencias en primera persona, cada vez más frecuentes.
Sin más ambages diré que la novela me gustó. Por varias cosas. Una de ellas es el lenguaje utilizado por el autor para hacer que su narrador protagonista relate (intermediación del mentado "padrino") su historia; la voz se desnuda auténtica, salpicada de modismos y de referencias a todos los elementos que conforman el mundo del crimen y de su supuesto combate.
Los Grajales [policía estatal], chacas [jefes] en Mazachúsetz [Mazatlán] y en el estado, irían en sus lanchas el día del recobre. Los federicos [la policía federal], en sus botes wardacostas. Lo mismo la armada. Y nosotros, o sea el Cuéllar, escoltado por la sardina [el ejército]. Yo creo que ya empezaba a verse que nos la estaban pelando por adelantado -y les iban a faltar manos: ¡está llena pero no alimenta, putos! La maleta estaba bajo la custodia de los Grajales, que la querían para ellos y el góber. Federico la estaba perreando pero para dársela a Samuel [el tío Sam, los EEUU], así que siguió fingiendo que respetaría al Cuéllar y a los californios [narcos gringos] -que íbamos a ir como amiguitos todos juntos a sacar el clavo. [p. 79]Otra de las cuestiones tiene que ver con la manera en que el autor va enredando a su narrador en una trama en la cual se dejan ver dos madejas: por un lado, la suerte que toca al narrador de verse envuelto en una historia que no había previsto ni deseado y la manera en que se hace verosímil el convencimiento paulatino por la nueva forma de vida; y, por otro, la manera en que González Suárez logra justificar este convencimiento, a través de los constantes arribos de billetes fáciles con los cuales el narrador comienza soñando con poner un negocito, para después olvidarlo por completo en aras de sus obsesiones personales y de la inercia que los acontecimientos comienzan a tomar.
Porque la historia emociona, desde la primera página (y en algo influirá, supongo, que esta novela sea una especie de descripción detallada de las historias que en estos últimos años la prensa no se cansa de reseñar y la realidad de proveer). El relato transcurre vertiginoso, presentando a una serie de personajes que, más allá de fáciles estereotipos, se convierten en encarnaciones de los personajes asociados al mundo del crimen organizado: Jaime Cuéllar, el abogado que descubre desde muy temprana adolescencia que el crimen paga mejor que la "vida decente" y se convierte en uno de los capos más importantes del país; Cachito, desertor del ejército con un apetito y gusto por descabezar a sus víctimas; Quiñones, el sicario de vocación y ferocidad probada; Mataperros, un sicario enganchado a la droga y ésta una de sus principales prestaciones de su vida criminal; Mr. Murray, un gringo que sirve de conecte entre la mafia mexicana y su homóloga gringa, cuya fachada legal la justifica como obras de caridad; la Gáby, aventurera administradora que añade erotismo y ambición a su presentida inteligencia empresarial; Peñagómez, profesionista que, al ser despedido de su empleo y tener que mantener el nivel de vida de su familia, se ve orillado a trabajar como asesor científico de los narcotraficantes; et caetera.
Y entre todos éstos, sobresale la voz de ese narrador que nos cuenta la manera en cómo un don Nadie se ve arrastrado por la fatalidad (el destino, la vorágine) de una historia que no hubiera elegido de manera consciente. Un taxista que, tras un berrinche familiar, se encuentra con un habitante de su pasado que, sin desearlo, lo arrastra con él hacia una vida completamente alejada de sus preoupaciones mundanas e insignificantes. Un hombre que ama a su mujer, pero que no soporta a la familia de ésta y sólo está buscando que aquella "se arrepienta" por andarle haciendo "escenitas". Una voz que se oye consistente, fuerte, convencida. Sobre todo porque narra la historia que ya fue, aquello para lo que no hay remedio.
Y es precisamente en ese narrador en donde uno encuentra algunas de las cosas que se le pueden reprochar al relato. Uno, el que más descontento me dejó, refiere a una escena en la cual, tras una balacera prefabricada y el intento desesperado del protagonista por huir, atraviesan un sitio por donde su pequeña hija y su esposa atraviesan, dando lugar a una situación fatal, pero también un tanto inverosímil.
Queda, sin embargo, una buena sensación al atestiguar, así sea forzando las claves de la realidad, la manera en que muy probablemente se conciben los negocios, el crimen y la política.
Al Cuéllar ya le había latido incluso que el cabrón de Federico había aventado a los Grajales contra nosotros nomás pa deshacerse de ellos. Lo que Federico estaba queriendo decir no era que le pagaran la merca sino que le entregaran el tesorito del contenedor, pero como en realidad no lo dijo, sus exigencias se desviaron a que ahora quería ser el proveedor uno y trino y reconocido, el papá de los pollitos. Eso significaba que desde hoy mismo el Cuéllar y la gente de míster Murray no podían actuar de este lado de la frontera. Ni ningún otro compa que no se reportara con Federico, y que ahora en bueno iba a ser el chaca de Tampico. El gringo volvió a decir que yes, ol rai, pero te voy a platicar una cosa: la chispita que la gente va a disfrutar ahora es un polvito mágico para ponerla bien birrionda, una tacha capaz de despertar un deseo tan intenso que desaparezca cualquier criterio para ejecutarlo. Todos contra todos padrino. A wilbur. Y que lo iban a soltar aquí, en el país. Federico es un ojete pero lo asustan las sociedades de padres de familia. No, espérate. Entonces no me estorbes. Pero es que tú, que la chingada. Ni madres.
Mario González Suárez, A wevo, padrino, México, Modadori, 2008.