miércoles, octubre 07, 2015

Crecer


¨Nada es para siempre¨, reza una frase que a fuerza de repeticiones se ha convertido en lugar común. Y, dentro del campo de lo humano, tal expresión tiene  mucho de verdad. Conforme crecemos las cuestiones que antes asumíamos como situaciones que nunca podrían variar, de repente sucede que suceden. A veces son consecuencia de una madurez emocional y humana que llega con la evaluación de comprender que ni los rencores ni los amores pueden ser eternos. Pueden mudar de intensidad o de manera de expresión, pero de manera muy difícil  conservarán su forma original. Otro tanto pasa con las convicciones políticas, con la opinión respecto de algunos personajes, con el gusto musical, con el tipo de lecturas que hacemos, con el cine que elegimos ver. Y, desde fuera y cuando percibimos esos cambios en los demás, tendemos a juzgar el valor de los mismos: si el cambio se ajusta a la imagen que teníamos de ese otro que ha decidido cambiar. Depende mucho de la relación que nos una a esa persona si decidimos conservar tal contacto o, por lo contrario, alejarnos de éste.
Llega un punto, también, en el cual nuestra megalomanía remite. En donde, a la luz de las evidencias, nos damos cuenta de que no somos el centro del universo, a veces ni siquiera somos el centro de nuestra propia vida. Comenzamos en el intento de comprender al Otro. En dimensiones que van desde el porqué el vecino tiene que sacar a pasear a su perro-caballo a las cuatro de la mañana y despertar a todo el edificio en el proceso, hasta por qué hay personas que eligen matar o morir por sus convicciones. Que no se confunda: no estoy diciendo que estamos de acuerdo con sus razones o que resignadamente lo asumamos como parte del vivir en una sociedad compleja. No. Lo que digo es que, con probabilidad y con mayor frecuencia, nos sorprendamos en el intento de entender las motivaciones de los demás en lugar de discernir en qué nos afecta las acciones de éstos.
Crecer implica, probablemente, integrarnos al otro. Generar empatía por sus goces, sus fobias, sus desgracias. Y si no empatía, al menos aceptar que esa cuestión que a nosotros nos parece disparatada, a alguien más puede hacerlo muy feliz. Acercarnos al otro a través de la comprensión parece un camino factible si nos detenemos a pensar en el destino común que todos tenemos: convertirnos en polvo y ser así, y de manera definitiva, parte de todo y de todos.