viernes, febrero 20, 2015

Abue


Soñé con mi abuela paterna hace algunas noches. Estábamos en su casa: un laberinto de cuartos construidos y reconstruidos según la economía y las necesidades exigían nueva arquitectura. Yo la veía buscarme pero no podía decirle que estaba ahí. Entonces ella salía por la puerta de un cuarto y aparecía, como si entrase, por la puerta opuesta del mismo. Como Neo cuando es apresado en el andén del subterráneo. 
         Muchas personas, entre ellas mi propia abuela, creían en las propiedades premonitorias de los sueños. Soñar con alguien implicaba que esa persona estaba en problemas o requería de nuestro reporte inmediato. Me gustaría, hoy, hablar con ella para saber si está bien. Contarle que la he soñado y que acudí a su llamado. Pero murió hace pocos años. Y, por desgracia, no tengo manera de comunicarme a su nueva morada.
          De ella conservo dos cosas: las dos imágenes fuertes tatuadas a fuego en mi memoria. Primero, que fue una mujer adelantada a su tiempo. Que no le importó la censura del contexto social en donde vivía y que, ante el abuso físico continuo de su marido, decidiera dejarlo a su suerte. Tomó a sus hijos, media docena de pequeños, y buscó la manera de mantenerlos de la mejor manera posible. La otra imagen remite a mi temprana infancia. Por tanto, es posible que no sea un recuerdo sino una invención idealizada de ella. La recuerdo en su cocina, lidiando con los trastos, las ollas y las actividades cotidianas. Con el carácter firme pero dulce al mismo tiempo, algo que no es posible explicarlo si no se ha vivido. La recuerdo alta, inclinándose hacia mí y ofreciéndome una tortilla embarrada de manteca y sal. Tal vez por eso es que un sabor dulce acude a mi boca cuando la sueño. Y entonces, cuando despierto y me pregunto por qué habré soñado a la abuela, no puedo evitar sentirme un poco solo en este mundo.

jueves, febrero 19, 2015

Memoria


Caigo en la cuenta de que soy un desmemoriado. Me ocurre con muchas cosas. Lo más vergonzoso es cuando alguien se acerca a saludarme, con una familiaridad tal que quien observa casi apuesta que somos los mejores amigos de la vida, y descubrir que no tengo la más remota idea de quién es aquel que me dice: “estás igualito” o “te ves muy jodido”. Me pasa también en las redes sociales. En donde el martirio es más extenso. Llega un mensaje: “Hola, ¿te acuerdas de mí?”. Hurgo en mi memoria y no, en definitiva no sé quién está del otro lado. Voy al perfil del misterioso visitante: veo sus fotos personales, las fotos de sus hijos (la mayoría de mis contemporáneos ya los tienen), mascotas juguetonas y, a pesar de eso, sigo sin tener idea. Veo quiénes son los amigos comunes. La situación se mantiene sin cambios.  
          Frente a esta situación antes intentaba adivinar: “Dame una pista”. Y el otro, ofendido porque me había reconocido y yo a él no, comenzaba con un juego que pronto adquiría visos de tortura medieval. Todo radica, también, en el exceso de cortesía mexicana. En que decirle al otro abierta y llanamente: “no tengo la más remota idea de quién seas” ahondaría en su laberíntica soledad al saberse anulado en la memoria de uno. He optado por no dar tantas vueltas y decir: “no me acuerdo de quién eres, si me das referencias probablemente pueda ubicarte”. No es soberbia, es mala memoria. Lo juro.
          Podría hacer lo contrario: fingir que en realidad sí me acuerdo y de manera natural platicar como si hubiera sido el día anterior cuando compartimos la mesa, la chela o la novia. Pero el temor a ser descubierto me empuja a no hacerlo. Prefiero quedar, en la concepción del otro, como un mamón desmemoriado que como un cretino mentiroso. Incluso he imaginado una historia: una chica que contacta tipos sin conocerlos fingiendo lo contrario; cuando encuentra uno que le sigue el juego lo enreda en su simulacro y termina matándolo. Un giro sería que, en realidad, el tipo sí la conociera y ella se diera cuenta de su error cuando fuera demasiado tarde. Como yo, sintiéndome fatal cuando platico con alguien a quien no recuerdo y éste se va con la peor impresión. Y entonces la sinapsis ocurre y recuerdo, pero es demasiado tarde. Y sólo repito para mí: “¿cómo pude haberla olvidado? La vida sin ella no habría sido la misma” o “estúpido que soy, si convivimos por más de un año”. Así he perdido, seguro, oportunidades laborales, profesionales, amistosas y amorosas. Las afinidades electivas de la pesada memoria.  

miércoles, febrero 18, 2015

Cenizas



Por diversas razones he pensado este día en la muerte. No se alarmen, lo digo en sentido de reflexión acerca de cómo esta idea tiene pertinencia dentro de la concepción del ser humano. Una de las razones fue para ayudar en su tarea a una exalumna. Le pidieron preguntarle a varias personas qué consideraban que definía al ser humano. Le respondí que era la conciencia de su propia finitud, es decir, el ser humano sabe que va a morir y de ahí muchos de sus comportamientos. También que podía expresar su conciencia de pertenecer al mundo a través de un lenguaje complejo, pero lo que más quedó resonando en mi cabeza fue la cuestión de la muerte.
         Luego platiqué con unos colegas en el trabajo acerca de la locura que habita en todos y cada uno de los humanos. En las circunstancias que llevarían a una persona a explotar y llevar sus frustraciones o su desorden mental hasta el grado del asesinato. Y bueno, afloró el nihilista que habita en mí y les expresé una idea que regresa de manera cíclica: la especie humana está condenada a la extinción. Con mucha probabilidad no nos tocará verlo, o tal vez sí (eso también nos hace humanos: la capacidad para sorprender a los otros con actos inspirados por la estupidez y el fanatismo), pero que yo no le daba a nuestra especie más de doscientos años. Y que, a pesar de los esfuerzos de algunas personas poderosas por buscar planetas que habitar cuando el actual esté arruinado, no alcanzaría el tiempo para encontrar otra opción de sobrevivencia. Tal vez mi visión sea de un pesimismo horrendo, pero dadas las actuales circunstancias me parece un diagnóstico incluso optimista.
         Otra razón fue la naturaleza religiosa del día de hoy. Miércoles de Ceniza dentro de la tradición católica. El símbolo que representa el inicio del recogimiento antes de la celebración de la Semana Santa que es, a su vez, la celebración de la muerte del Mesías cristiano. Pero también de su resurrección, es decir, del cuestionamiento de su naturaleza humana. Y aparece entonces la idea de la esperanza: creer que existe la posibilidad de que la muerte no sea el fin. Pero esa vida más allá de la muerte no se concibe en términos materiales, baste aludir a la sentencia de la imposición: “Polvo eres, en polvo te convertirás”. Me parece una de las cosas más hermosas de esta tradición religiosas, el momento en el cual una autoridad reconocida (el sacerdote) le recuerda al ser humano su finitud y su, en cierta medida, insignificancia.
         Me gusta porque también recuerda el lazo indisoluble que tenemos con el suelo que pisamos, lo que nos une a este planeta de polvo, ceniza y agua. En polvo nos convertiremos, todos, incluso los soberbios que se resisten y sufren con la idea de la muerte. Más allá de doscientos años, si mis cálculos resultasen ciertos, flotaremos en medio de las estrellas convertidos en polvo estelar. El polvo producido por la muerte que le infringimos a nuestra propia casa. Cenizas celestiales. 

martes, febrero 17, 2015

Necedades



Ya no representa sorpresa alguna constatar que en mis cursos de preparatoria me encuentro con estudiantes que nunca han leído un libro completo. Vamos, ni siquiera los materiales eclécticos y generalmente mal planeados que conocemos como libros de texto gratuitos. A pesar de que el programa de estudios de la institución donde trabajo es más realista que el de otras instituciones, peca del mismo problema: dar por sentado que el estudiante trae un bagaje mínimo que le permitirá acceder a los temas y preocupaciones que ocuparon a los primeros griegos o a los encargados del mester de clerecía o a los agobiados románticos decimonónicos.
          Cada vez que armo un curso busco la manera de conseguir que los muchachos puedan emocionarse con algún texto en medidas similares a la emoción que en mí despiertan esas recomendaciones que me atrevo a hacer en forma de lecturas de trabajo. Y, sin embargo, siempre me queda la sensación de que fracaso de manera rotunda. ¿Cómo explicarle a un chamaco cuya máxima emoción es masacrar la mayor cantidad de “enemigos” en la última versión del videojuego de guerra en primera persona, el dolor que sentí cuando Dumas puso en papel la muerte de D'Artagnan en El vizconde de Bragelonne? ¿Cómo arrancar de su mutismo a una niña cuya mente se encuentra divagando entre las múltiples opciones de poses para selfies y convencerla de que la búsqueda de Pedro Páramo es algo trascendente para ella?
          Me resisto a pensar que el libro es algo que debería pasar a mejor vida y consagrar la enseñanza a herramientas audiovisuales, multimedia y harto contemporáneas. Que las historias que no hablan de los temas de moda no son interesantes. Que el ser humano sólo se puede explicar desde su condición contemporánea y fugaz. Me niego. Y cada vez que lo pienso me siento viejo, anacrónico, de otro mundo.
          Sin embargo, de vez en cuando sucede que alguno de estos jóvenes descubre que hay algo más allá de la pura obligación (terrible palabra, terrible visión) de realizar la lectura de determinado texto. Comienzan a descubrirse a sí mismos a través de esas experiencias impresas. Es en esos momentos en los que vuelvo a creer que vale la pena tanta necedad. Cambiar el destino de uno solo implica incidir en todo un mundo. El mundo en el cual ese único se convierte en amo, arquitecto y director. Y entonces continúo. A pesar de que las estadísticas ganen por nocaut. 

miércoles, febrero 04, 2015

Si quieres ser alguien intachable, muérete...



Hay veces, pocas, en las cuales un objeto artístico despierta diversas sensaciones en unos cuantos instantes. Para quienes reducen el valor artístico a esta posibilidad, esto implica que la obra causante de tal reacción ha cumplido su cometido. No importa el tipo de reacción que haya sido despertada: ira, aburrimiento, incomprensión, alegría, burla, azoro. El fin de semana me pasó algo así con una película en la cual Robin Williams actúa un personaje que, a sabiendas de su destino fatal, pudo haber sido él mismo.
          World's Greatest Dad (Bobcat Goldthwait, 2009) es una película rara. No tiene una fortaleza a prueba de todo, pero sí una capacidad para descolocar al espectador de manera continua. La trama aborda la historia de un profesor de poesía en una preparatoria cuyo drama profesional es no haber podido publicar uno solo de los libros que ha escrito. Es padre soltero y debe lidiar con un hijo que es, a todas luces, un adolescente despreciable a ultranza: aficionado al porno hardcore, machista, homófobo, misántropo, carente por completo de empatía, sin idea de los límites establecidos por la necesidad del contacto humano, ofensivo con el único ser que en realidad lo ama. El vástago sólo cuenta con la amistad de otro adolescente cuya tragedia es tener a una madre alcohólica que no le presta la mínima atención.
          Parece una tragedia griega y lo es... y no. El registro en el cual se ubica este trabajo es el de la comedia negra. Pero una comedia que gusta de jugar con la percepción formateada por Hollywood con respecto de lo que representan las líneas pretrazadas de lo correcto y aquello que no lo es. El clímax de la historia aparece cuando el hijo, quien es aficionado a prácticas de masturbación que incluye asfixia simultánea, muere accidentalmente. El padre, en su afán por no mostrarlo ante los demás como lo que en realidad era, decide darle un final poético y profundo. Modifica las condiciones de la muerte y escribe una carta de despedida que resulta un hit de la literatura de autoayuda para la pequeña comunidad a la cual pertenece. Esa carta se transforma, a partir de una supuesta toma de conciencia por parte de la comunidad que lo aborrecía, en un diario escrito por el padre y después en una serie de oportunidades mediáticas, editoriales y personales para éste. Es ahí donde opera ese gusto por el juego con la percepción del espectador, cuando hemos decidido conmovernos con la vida del padre, éste comienza a convertirse en un ser despreciable que explota la muerte de su hijo y la fortuna que esto le trajo.
          El final me lo reservo, por si alguien quiere echarle un ojo, sólo diré que es liberador para el personaje y para el espectador (y que suena de fondo “Under Pressure” de Queen). Es imposible no incluir, en la valoración de la historia y la actuación de Williams, la sapiencia de su muerte. Tal vez, desde mucho antes de su fin, el actor ya había revivido, a través de sus personajes, la carga que representaba ser él mismo a pesar de todo lo que intentaba para evitarlo.